1. Una esposa latina


    Fecha: 01/06/2019, Categorías: Infidelidad Autor: AlbertoXL, Fuente: TodoRelatos

    Serie Lactancia Materna
    
    1. Lactancia materna.
    
    2. El cásting.
    
    3. La señora de la limpieza.
    
    4. Tu viuda no te olvida.
    
    5. Una esposa latina.
    
    Me llamo Alberto, soy enfermero, y vivo en el sur de España. Aún no he cumplido los cuarenta, soy alto, mulato y nada discreto. Poseo rasgos de origen africano como son unos labios gruesos, tez morena y un miembro viril esculpido en oscura madera de ébano. Aunque hago mucho deporte, no soy ningún gorila de gimnasio, pues lo que a mí me va es sobre todo follar y montar en bici. Por lo demás, subrayar que me gusta vestir con estilo, soy educado y amable siempre que no me toquen las narices.
    
    Cuando aquel sábado sonó el timbre, lo primero que pensé fue: “Ya está aquí la Cenicienta de media noche”, pero no, al llegar a recepción de urgencias vi en el reloj de pared que ya era la una y cuarto de la madrugada.
    
    —Buenas, ¿qué sucede?
    
    —Es que mi esposo no puede dormir, doctor.
    
    Rehusé informar a la mujer de su equivocación respecto a mi titulación, por una parte porque me agradaba el trato respetuoso y servicial y, por otra, porque resultaba intrascendente en la consulta que aquella desigual pareja venía a hacer. Ella desenvuelta, todavía bonita, aferrada con uñas y dientes a unos escasos restos de juventud, él viejo desde hacía ya bastantes años. Y de pronto recuerdo que el tiempo es el mayor de los ladrones, que siempre acaba llevándoselo todo, hasta los recuerdos.
    
    —Muy bien, adelante.
    
    Pero nada más volverme me topé con Selene, la médico. Eficaz, elegante, guapa y antipática por gusto. Los demás compañeros la llamaban Sargento, ella se refería a éstos como: pichaflojas, bobas, maricas, brujas, mansos, y todos tan contentos.
    
    Selene era esa médico madura capaz de poner firme a todo el mundo y que, antes o después, se hiciese lo que ella había dicho. Me llevaba la agenda, me obligaba a ser puntual, me reprendía si llevaba una camisa estridente, inadecuada o mal conjuntada, me incordiaba para que dejase de usar gorra de una vez o para que me quitase las gafas de sol en interiores.
    
    Yo me rebelaba, le gruñía, me negaba a que ella decidiese lo que me apetecía, pero en el fondo me gustaba que alguien cuidase de mí, aunque fuera con malos modos. A pesar de estar casada, intenté acostarme con ella en una ocasión. Selene me abrió sus piernas sin titubear pues, según me explicó, ella había comprometido antes Dios su corazón, no su sexo.
    
    —¿Necesitas algo, Alberto? —dijo suspicazmente la doctora.
    
    Por extraño que parezca, aquella vez la voz de Selene no sonó como un portazo o un bofetón, sino que se acercó a la amabilidad. Supuse que mi compañera debió haberse percatado del modo en que había mirado a la esposa del paciente y de pronto sintió curiosidad sobre el caso.
    
    Le contesté que no la necesitaba, que podía irse a descansar, y entonces estuve seguro de que tampoco se fiaba de mí, pues Selene me miró fijamente, censurándome, lanzándome una callada advertencia sin moverse de donde ...
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