Las refugiadas - Secretos y traiciones 2 - Relatos Eróticos

Las refugiadas - Secretos y traiciones 2

... dejo con la historia:

Pedro aprovechó para irse. Pero no fue a su casa. Apagó el móvil, lo dejó en el maletero del coche. Salió de la oficina y se fue a un aparcamiento público cercano. Dejó allí el coche y tomó un taxi. Le pidió ir a una dirección en dirección contraria a su casa. Únicamente llevaba su portátil personal. Cerca de donde se bajó había un bar con wifi. No solía usar las wifis públicas, a menos que quisiera romper el rastro. Entró en TOR. Creó un usuario en un servidor de correo de la Deep web y envió un correo al soporte de la empresa de VPN y equipos virtuales que había usado para la copia de los datos. Sabía que con eso sus dos identidades de correo usadas quedarían quemadas, pero no le importaba, era más importante eliminar el rastro. Creó el correo en español, pero lo tradujo a alemán con el traductor, pues había investigado y sabía que la sede estaba en Austria. Identificó el contenido movido como información secreta de los EEUU a la que iban a rastrear y se desconectó. Caminó unas manzanas y tomó un taxi para volver por su coche.

Regresó a casa, salvo las grabaciones del salón y los pasillos y lanzó el editor automático con varios parámetros: eliminar del mismo a Anastasia y Svetlana, sustituir la acción en pantalla por una que tenía en un vídeo bajado en vacío, hacer que él entrase en el despacho en lugar de en la habitación y hacerle salir del despacho cuando se fue a dormir. En cuanto a la del despacho envío como cambio adelantar su entrada y confeccionar un bucle con él trabajando durante toda su ausencia. Sus veinte minutos de edición y copia se convirtieron en más de tres horas.

Se puso el manos libres como si fuese a escuchar música y se acostó. Llamó poniéndose de lado para que sus labios no parecieran en la cámara. Llamó a Yael Masarweh. Un antiguo diplomático israelí que conocía de su estancia en Los Ángeles y que aún le debía un favor.

—¿[sí, quien es]? —oyó hablar a su interlocutor, aunque no lo entendió.

—¿Yael? Soy Brian Young —replicó en inglés.

—¡Hombre! —cambió a inglés su interlocutor—. ¡Cuánto tiempo sin saber de ti! ¿Qué es de tu vida?

—Ahora estoy en el negocio de la información… y pensé que podría ayudarme.

—Lo siento, pero no puedo contarte nada.

—No. No es eso. Tengo una información, algo que pude interesar al gobierno ruso, pero no sé a quién vendérsela en España, donde me encuentro.

—Nosotros podríamos hacerlo…

—No, si pagáis en favores, o por trasferencias fácilmente rastreables. Además, no es mía —mintió—. Yo solo soy el intermediario. El vendedor quiere que llegue a destino, y creo que sabrá si llega o no.

—Déjame que haga un par de averiguaciones… y te cuento. De todas formas, si es del tipo de la que solías manejar en su momento, me interesa, aunque sea a nivel privado.

—Si puedo, cuando todo haya pasado, te la remito. Pero no depende solo de mí.

Colgó. Esperaba que se diese prisa.

Se durmió. A las cuatro de la tarde le sonó la alarma. Se duchó y se ...