1. Daniela


    Fecha: 22/07/2019, Categorías: Confesiones Autor: pedrocascabel, Fuente: RelatosEróticos

    Daniela
    
    Desde siempre las mujeres me han tratado muy bien. Era todavía un chaval, estudiante repetidor de bachillerato, y ya se habían interesado en mí un par de vecinas del barrio de manera muy discreta, lo que me permitió ir dejando de ser un pardillo en cuestiones de sexo y, se puede enfocar así, se empezó a hacer evidente el camino de mi vida de adulto, no sé si me resulta feo decir mi vida profesional. Con dieciocho años, recién terminado el bachiller, ya me lo dejó mi padre muy claro:
    
    —
    
    No te gusta estudiar y menos todavía trabajar, el bar familiar da para vivir razonablemente bien, sin agobios, pero nada más, tienes dos hermanas pequeñas, así que tendrás que vivir de algo, y dado que en ti se mantiene la tradición familiar de tener una buena polla y, además, ya sé que las mujeres te consideran guapo y te buscan, pues tú mismo, a poder ser que te resulte rentable sin necesidad de engañar ni putear malamente a nadie
    
    Mi padre pasa por ser realista y tener buena cabeza. Me puse a ello sin tener que hacer demasiados esfuerzos porque todo me vino rodado.
    
    Amparo es la dueña de una tienda de muebles de cocina y pequeños electrodomésticos situada en la calle más comercial del barrio, cerca del mercado de abastos. Entre ella y una prima la llevan adelante. Los sábados me llaman para que les ayude durante la mañana en el almacén. La dueña no pasa de los treinta y cinco años, es viuda desde poco después de casarse muy joven, por lo que se la conoce desde siempre como
    
    la viudita
    
    . Vestida de manera recatada y discreta —durante muchos años siempre de color negro, supongo que por luto— no puede disimular del todo que la naturaleza le ha dotado con buenas tetas y un buen culo, además de ser una mujer fina y educada, con unos agradables rasgos en su rostro.
    
    Como su prima —varios años más joven— está casi recién casada, los sábados al cerrar la tienda a la hora de comer, se va con prisa y nos quedamos solos Amparo y yo, charlando y tomando una cerveza en un despachito que hay en la zona de almacén. Estamos a principios de los años setenta del siglo XX, una viuda no puede ir sola a un bar así como así, y menos con un joven soltero todavía menor de edad —no hay mayoría de edad hasta cumplir los veintiuno— sería un escándalo que le afectaría negativamente a ella, a su negocio, y quién sabe si hasta con implicaciones penales.
    
    Desde la primera vez, tras reírnos un poco y comentar las cosas —cotilleos— del barrio, llega un momento en el que me acerco al lavabo situado en una de las paredes del amplio despacho, me quito el mono azul de trabajo que utilizo y me lavo utilizando una suave esponja griega regalo de Amparo, quien se sienta a fumar un cigarrillo rubio mentolado y terminar su cerveza en un sofá de dos plazas, a tres metros de mí. Me quedo desnudo excepto por los calzoncillos —típicos
    
    gayumbos
    
    blancos de algodón
    
    made in
    
    Cataluña, con dos braguetas, una a cada lado del
    
    paquete
    
    — me paso la esponja por todo el ...
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