1. Que no se entere tu madre


    Fecha: 18/07/2019, Categorías: Incesto Autor: Ulpidio, Fuente: CuentoRelatos

    Andrea tenía 16 años cuando Stella y yo nos fuimos a vivir juntos en una casa de un barrio cerrado por las afueras de Buenos Aires. Estaba terminando el colegio y pensaba estudiar medicina, como yo. Stella no es médica, pero trabaja como recepcionista en una clínica. Ahí nos conocimos hace diez años y hace seis que vivimos juntos.
    
    Andrea ahora tiene 22 años y le falta uno para recibirse y empezar con la residencia. Hizo una carrera ejemplar, con un promedio de 9 y una dedicación envidiable. Ni yo, que era bastante estudioso, le había dedicado tanto tiempo a los libros. Era muchísimo más alta que Stella, medía 1.75, tenía las piernas largas y unos muslos torneados perfectos, como de revisa de moda. Tenía los pómulos ampulosos y una boca carnosa que cuando se pintaba los labios la convertían en una fruta prohibida.
    
    Andrea era delgada pero tenía una espalda y unos hombros esbeltos que terminaban en un cuello fino. Desde chica le había gustado usar el pelo corto, se vestía con jeans y remeritas cortas y su ombligo era apenas un punto en un abdomen plano. Tenía unas tetas chicas pero que le caían con gracia porque casi nunca usaba corpiño. Yo casi estaba convencido de que le gustaban las mujeres y no los hombres porque no la había visto salir con ninguno en los casi seis años que nos conocíamos. En todo ese tiempo, salvo algún comentario de alguna película que veíamos en familia, con Andrea casi nunca habíamos tenido demasiado diálogo. Se fue haciendo más frecuente cuando llegó el momento de la especialización y de los consejos para las residencias.
    
    “¿Es verdad que las guardias son un descontrol, que se pasan cogiendo entre todos?”, me preguntó una vez a quemarropa después de tomarse un par de cervezas con un bikini infernal. Tenía un culo durito, bien parado que instantáneamente me hizo endurecer la pija. Me dio un poco de pudor, pero nunca jamás le dije nada fuera de lugar. “Lo que pasa en la guardia, queda en la guardia”, le respondí con una sonrisa cómplice que fue correspondida por ella. Desde ese día el nivel de picante de algunos comentarios de Andrea empezó a excitarme y en mi cabeza se instaló la idea de cogérmela, aunque fuera la hija de mi mujer.
    
    La idea se convirtió casi en una obsesión la noche que llegué de una urgencia a las tres de la mañana y escuché los gemidos de Andrea desde el pasillo porque tenía la puerta abierta y prendida la luz del baño. El espejo me daba un espectáculo magnífico. Andrea estaba en cuatro patas, con el culo levantado y la cara contra las sábanas. Con una mano se metía y se sacaba un juguete de buen tamaño en la vagina y con la otra se frotaba el culo y se metía uno o dos dedos.
    
    Por el espejo pude advertir cómo mordía la almohada cuando llegó al orgasmo. Era una perra caliente. Quedó exhausta y tardó varios segundos en recuperarse. Yo me fui en silencio y tuve que masturbarme. Tenía ganas de morderle las tetas, pasarle la lengua por el agujero del culo hasta que me pidiera por favor que la ...
«1234...»